miércoles, 31 de agosto de 2011

Estoy muerto


Estoy muerto. Hoy me desperté y estaba muerto, más muerto que una hoja que ha sido arrancada de un árbol. Más muerto que el contenido de un ataúd que ha estado bajo tierra por más de no sé cuantos años. Tan muerto estaba que al abrir los ojos pude ver todo. Pude ver las cosas de una manera en la que jamás lo había hecho. Todo era hermoso, por alguna razón me sentía tan mal que me sentía bien. Todo era gris, frío, todo era hermoso. Tenía ganas de sentarme en un sillón, con una buena taza de té negro, esa bebida que tanto acostumbraba tomar y que de pronto olvidé. Pero cuando fui a la cocina me dí cuenta de que no tenía té. No tenía nada. Estaba muerto. 
Todo era igual que siempre y a la vez era algo que jamás había visto. Salí a caminar por las calles que solía recorrer con mayor frecuencia, caminé casi dos horas sin rumbo alguno, con la esperanza de poder encontrar los mismos sitios que hacía unos años, sentir el aire, escuchar a los pájaros, ver pasar a la gente, oler un buen café y al final de todo esto, poder decir, ¡qué bonito día! Pero después de esas dos horas me dí cuenta de que no había visto a nadie, que no había olido nada más que el olor a tierra que reinaba en esos lugares pero que jamás había sido tan fuerte, no escuché a ningún pajaro cantar, el aire por alguna razón no quiso salir y no me golpeó la cara. No sentí nada. No podía sentir nada. Estaba muerto.
Volví a casa con la ilusión de que todo esta no era más que un tonto sueño y que a la mañana todo volvería a ser como antes. Me senté en aquél sillón de múltiples colores que ahora era gris, me senté y cerré los ojos. Pasaron miles de cosas por mi cabeza durante esos 30 segundos, pensé en aquellas canciones de The Cure que tan tristes melodías tenían y que a mi me fascinaban, pensé en los días lluviosos y grises en los que a la gente casi no le gustaba salir y por el contrario, eran preciosos a mi parecer, pensé también en aquellas noches frías en las que corría a algún punto donde se pudieran ver todas las luces de la ciudad para reflexionar acerca de la vida. Abrí los ojos y todo se había ido, no había mas que un buró derruido y sucio. Sentí que algo helado recorría mi cuerpo y de pronto se tornaba en un calor infernal, algo insoportable, de pronto se detuvo. En ese momento supe que estaba vivo, más vivo que nunca y, a la vez, estaba tan muerto como ya he dicho. Supe que lo que pasaba es que la vida me estaba abandonando, poco a poco, y ese calor infernal representaba lo último que quedaba de vida en mi. 
Así como Borges dice que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente y que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente, todo era igual para mi realidad. Todo era tan gris que ya no importaba si era de noche o de día porque lo único que cambiaba era la tonalidad del gris. Mi pasado se había esfumado, mi futuro, también, y mi vida estaba tomando el mismo rumbo. 
Algo tenía yo que hacer, pero no podía pensar en otra cosa que en ese calor, en mi vida yéndose a otro lado, dejándome completamente vacío. Yo no estoy hecho para estar solo, pensé. Nunca he estado solo y, ahora, estoy muerto. Nada podía estar mejor, o peor, que para fines prácticos resultaba exactamente igual. 
Mi vida había terminado y estaba sólo. No hay nada más que hacer, nada más que decir. Fui a la cocina, encendí la estufa, tomé una bolsita de algo que parecía té, puse agua en la hornilla y esperé a que hirviera. Mientras esto pasaba, me senté y pensé. No puedo quejarme, llegué lejos y eso es lo que importa. Pero, ¿a quién va a importarle si siempre estuve solo? me pregunté. Tomé el agua le puse el té y me volví a sentar. Di varios sorbos a la taza hasta que me quedé dormido. Jamás desperté. Estaba muerto.

Azul

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