viernes, 2 de mayo de 2014

Y se llama a sí mismo creador,


pero se siente más bien como una especie de dios.

Pasa sus días vanagloriándose de su invento, aunque ya ni siquiera puede estar seguro en qué medida es suyo, qué tanto copiado y en qué proporción heredado.
Se enorgullece a tal grado, que pasa el tiempo diseñando nuevas reglas, intentando adecuarlo a los nuevos modos de vida; y, sin darse cuenta, sólo logra crear un laberinto de palabras, una mazmorra de ficciones, un enredo eterno sin salida alguna.

Presume todas las libertades que su sistema otorga, los derechos que concede, las prerrogativas que consiente...
Dice que permite todo, excepto lo que prohíbe; y que sólo se castiga a quien lo merece, pero, ¿quién determina esos criterios?
Claro, él mismo. Ni siquiera su creación. Él mismo, como portavoz autodenominado.
Portavoz, diseñador, crítico y juez de su propia obra, con todos los demás sólo para admirarla, o más bien sufrirla.


Nos dijo que era el único capaz de controlar el invento, de adaptar el sistema. Y le creímos. Nos dijo que lo necesitábamos. Y le creemos.
Ya ni siquiera tiene que decirlo. Ya ni siquiera lo cuestionamos.


¿El invento?

Un producto perfecto.
Una cárcel con muros invisibles. Una prisión sin ese nombre, Una jaula sin rejas, Un calabozo abstracto. Una constitución inane. Una ley vacua, o más bien muchas de ellas. Demasiadas. Tantas que ni él mismo tiene idea cuántas, mucho menos tú. (Todas).
La producción ideal para satisfacer nuestra necesidad de orden.


Dice que en ellas escribe libertad, desarrollo, progreso e independencia, pero yo leo opresión, imposiciones, restricciones y control.



Y se llama a sí mismo creador, 
pero celador, censor, opresor o parásito serían un mejor nombre.

Y se llama a sí mismo creador, 
pero no es más que un saqueador al que le dimos poder. 

Y se llama a sí mismo creador,
pero no tiene que ser así...


Naranja

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